lunes, 17 de octubre de 2016

Los entierros en el virreinato de la Nueva España

  Estamos próximos a la fiesta que cada vez es más grande en México, la de Muertos, fiesta que hemos visto en este Bable desde distintos ángulos y, en vías de preparación para el evento, buscando datos en la red, encuentro un texto que bien vale la pena compartir para que nuestro panorama sobe la festividad sea más clara y no confundamos una cosa con la otra, es decir, lo que fueron los días de la "vigilia pequeña" y de la "gran vigila" que eran las celebraciones de muertos en el mundo prehispánico, en agosto de nuestro calendario, con lo que son las celebraciones de Todos Santos y Fieles Difuntos. 

   La visión que el autor, Antonio Guerrero, ex cronista de Santa Catarina, Nuevo León, sobre entierros y ceremoniales en el noreste de México, nos deja ver las costumbres que había no sólo en esa región de la Nueva España, sino en todo el virreino, las reglas aplicaban igual para una que para otra Intendencia o Provincia, así pues, leamos con atención:

  “Durante la Colonia se acostumbraba que las exequias de los pobres fueran administradas por un sacerdote, un sacristán y dos acólitos. En la ceremonia se utilizaba la cruz baja de madera, llamada así por ser considerada como de segunda categoría. Tenía derecho a una misa cantada y a una vigilia durante el primer día de su muerte. En cuanto a los cobros, estos variaban y por eso recibían limosnas que los familiares del difunto quisieran dejar. Las exequias de los españoles y criollos se hacían con mayor pompa: un sacerdote, dos acólitos, cinco sacristanes y el tradicional doble de campanas con exposición solemne del Santísimo Sacramento, la misa cantada y la provisión de la cera que se utilizaba durante el velorio. Generalmente quien pagaba más por los servicios tenía acceso a prestaciones de mayor lujo en las pompas fúnebres. Sus partidas de defunción se anotaban en libros especiales, indicando nombre, procedencia, edad, profesión, estado civil y causa de muerte. En los templos catedrales tenían la obligación de vigilar escrupulosamente las inhumaciones y su debido registro. Por eso cada vez que alguien moría, se avisaba inmediatamente a la parroquia de origen.

  “De lo contrario, se castigaba a los deudos con la pena de excomunión. Incluso, cuando había un difunto en algún rancho o estancia dentro de la jurisdicción parroquial, el teniente de cura o su vicario debían acudir a los responsos. Cuando la persona se encontraba en el lecho de muerte, hacía su testamento, en el cual solicitaba su inhumación en el templo, con misa de cuerpo presente y su novenario de rosarios, ya fueran cantados o rezados según el caso. Se le llevaba el sacramento de extremaunción al enfermo, consistente en una pequeña confesión, donde pedía perdón por los pecados cometidos a lo largo de su existencia; luego hacía su auto de profesión de fe, reconociendo el misterio de la santísima Trinidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo) y manifestando su deseo de morir como buen católico cristiano; por último, pedía que la Virgen María, bajo cualquiera de sus advocaciones, fuera su abogada. En el reparto de sus bienes siempre aparecía una porción dedicada a la Casa Santa de Jerusalén. La misa se debía ofrendar con pan, vino y cera. Regularmente el cadáver del varón era amortajado con el hábito de San Francisco de Asís, mientras que el de la mujer con un hábito religioso con tendencias marianas. Y a los niños los vestían de ángeles, hábitos y coronados. Embalsamaban al cadáver llenándolo con aromas para impedir los malos olores durante el velorio. La velación se hacía sobre una mesa de madera y le ponían un crucifijo en las manos.

  “En el rito de inhumación intervenían las posas, que son el llamado de las campanas por los difuntos, mientras que los deudos hacían responsos en honor a las ánimas del purgatorio y por el alma del difunto. Para los entierros, la nave estaba dividida en secciones en donde se cobraba de más si la inhumación se realizaba cerca del presbiterio. Lamentablemente este tipo de cortejos fúnebres provocó serias competencias entre los feligreses, quienes se peleaban para ver quién sepultaba a sus difuntos con mayor pompa. Por eso la Arquidiócesis de México solicitó que en todos los templos de la Nueva España se evitara el abuso de vestir a los cuerpos de los infantes con trajes de clérigos, obispos, religiosos, cardenales y hasta de ángeles con sus respectivas alas. Luego los llevaban a visitar las casas de sus parientes y padrinos, por lo que la Curia Arzobispal hacía hincapié de que fueran vestidos de acuerdo con las edades y solamente con coronas y flores. También pedían que cada párvulo debía ser enterrado en lugares sagrados siguiendo los ritos de la Santa Iglesia, sin importar que tuvieran dinero o no sus familiares, ya que era frecuente que muchos cuerpecitos aparecieran en las bancas, en las mesas o en los rincones desocupados de los templos, porque los deudos no tenían con qué pagar los oficios litúrgicos" (1).

Fuente:

Guerrero Aguilar, Antonio. Los entierros en el noreste mexicano. Cuadernos 16. Patrimonio cultural y turismo. Conaculta, México, 2006. pp. 156-158

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