miércoles, 8 de marzo de 2017

Un viaje de Guillermo Prieto por el Camino Real de Tierra Adentro, 1843

  La virtud que hubo al mediar el siglo XIX es que varios de los que ahora calificamos como intelectuales de la época tenían gran afición por escribir, me puedo imaginar lo interminables que pudieron ser sus conversaciones, sus sobremesas, ellos eran charlatanes en el estricto sentido de la palabra, que no es un "engaña bobos" como muchos lo entienden, sino alguien que ejerce el oficio de charlar, de hablar, de hacer una plática larga, amena e interesante. Así pues, de la abundante escritura de Guillermo Prieto, doy con un texto delicioso que, a diferencia de los demás de su pluma, es breve y objetivo. En él relata un recorrido por el Camino Real, subámonos a la diligencia con don Guillermo:

  “Entre llantos y adioses lastimeros, reyertas de aurigas y de sotas, tropiezos detenciones y gritos partimos y vencimos la primera jornada al mesón de Cuautitlán, a 5 leguas de la gran Tenochtitlán. El mesón lo componía corralón extensísimo con el piso de estiércol; burros y cerdos vagando dondequiera, una serie de cuartos desmantelados y sucios, con un banco de piedra en uno de sus rincones, como suposición gratuita de que aquel era lugar de descanso. El figón o fonda adherido al mesón, era exposición perpetua de moscas y mugre, perros flacos, mendigos y niños con o sin casa, desnudos. Todo lo que tiene de más pestilente el cochambre, de más repulsivo lo rezagado y corrupto de los manjares y de más amenazante la degeneración culinaria, se encontraba allí, completando con maritornes pleitistas y retobadas, sucias y especuladoras que tiraban el estornudo y el bostezo.

  “Los veteranos de los viajes entrababan chancistas relaciones con el huespede y fonderas; los pollos iban a dar su vuelta, y la mayoría propendía a solazarse, tendiendo los colchones en el suelo y tirándose incómodos en expectativa de una cena diabólica y de una reñidísima batalla con los enemigos invisibles que abrigaban el cuarto. Las mulas se encerraban en otro extenso machero, y los cocheros y criados en un rincón del corral, al amor del fuego cantaban o jugaban bebiendo o escuchando algún cuento de espanto o la relación de los últimos momentos de un afusilado.

  "Hicimos noche en Tepeji al siguiente día, y rendimos nuestra tercera jornada en la parte baja de la posada del Arroyozarco, porque los altos habían cobrado el carácter de Hotel de Diligencias, merced al ingenio emprendedor de don Anselmo Zurutuza, quien no solo había improvisado salones, arreglado cuartos y dispuesto excelente forma, sino que había dado a conocer espejos y lavamanos, baños e inodoros, llevando su celo al extremo de dictar un reglamento para el aseo de los concurrentes; atenciones para las señoras y decencia y compostura en la mesa del comedor. Pero la parte baja, del común de mártires, era el mesón del tiempo virreinal, con su tizne y con su grasa, sus criados ladinos y su figón lleno de humo estorbado por perros cazcarrientos y animados por maritornes mugrosas, mechudas y de fisonomías que con solo mirarlas ahuyentaba el hambre.

 "Cuartos mal envigados, paredes carcomidas, con letreros y figuras grotescas u obscenas, chorreones de tizne y cebo de las velas que pegaban a la pared los viajeros; mesas surcadas en todas direcciones por letras, cifras, perfiles humanos y ensayos de grabado; una banca epiléptica, algún vaso de vidrio de ojo de moribundo… esta era la parte baja que mantenía insolente a la vista de la civilización de Zurutuza las raíces intactas de una barbarie primitiva. 

   “Siguió nuestra marcha lo que es hoy San Antonio Polotitlán, era apenas un punto de remuda de la diligencia, consistente en un corral de trancas y un cuartucho de tablas a la entrada del espacioso y magnífico llano del Cazadero. Pero la mujer hacendosa y limpia del auriga; servía allí café, chocolate y te  los pasajeros; después añadió unos huevos tibios al refrigerio… luego unas costillas y, en fin, un buen almuerzo. Al amor del lucro, se agolparon al jacal vendedores y traficantes, y fue el paraje de arrieros y luego el pueblo lleno de gente feliz y laboriosa. San Juan del Río, fertilísimo, con su río bajo los árboles frondosos, y adornado de flores con su calle Real y su Señor del Sacro Monte, me fue muy agradable, y recordé al cura de aquel lugar, el famoso poeta don Anastasio Ochoa, autor de las poesías de un mexicano.

  "Al ver Querétaro, confirmé en la opinión que tenía formada de la ciudad santa de tierra adentro, y al paso quise recoger, pero no pude, noticia de los primeros años del señor Pedraza, de los escultores Arce y del célebre marqués de la Villa del Villar del Águila, quien dotó de aguas para vivir y beber a la ciudad de Querétaro, conforme reza la leyenda. Después de proveernos de dulces cubiertos y de puchas, especialidad de las monjas de la ciudad; confortado el avío, untado y reparado el coche, nos dispusimos a seguir la marcha, abandonando el mesón de Berazaluce, que nos pareció mansión de delicias, después de los trabajos pasados.

  “Para penetrar al interior del país, quedaban dos caminos: el Real de Guanajuato y el de pueblos y haciendas. El primero, lleno de recursos, pero intransitable en tiempo de aguas, que era en el que estábamos, y el segundo, un tanto más transitable pero accidentado y peligroso. Como no había mucho en que escoger, nos determinamos en el segundo camino. O increíbles parecían aun entonces las narraciones del viajero del primer camino y paso de la charca, que cobró fama como el Golfo de Nápoles o el Paso de Calais. Una diligencia había sido tirada y sacada del atascadero con bueyes; otra, hundida totalmente, tuvo tras día en su lecho a los náufragos hasta que fueron por ellos en balsas; un día desapareció una recua en la charca, y el otro, a fuer de famosos nadadores, se salvaban unos colegiales que tomaron un coche para venir a la capital y a la vista se exponía un cuadro con mulas y caballos hundidos en el lodo con sus cargas enterradas, arrieros desnudos, animales ahogados y gente pereciendo a la inclemencia por imposibilidad de marchar. El camino de las haciendas se pintaba menos mal, como vamos a ver.

  “Al primero o segundo día de esa marcha, hicimos conocimiento con la preciosa población de San Miguel de Allende, llamado entonces con justicia, el Grande. Suele observarse en nuestras serranías alguna colina que tiene cóncava la cima o coronada de rocas que sirven como dique o compuerta a la lluvia; pero cuando la lluvia es copiosa y hace empuje, salta sus barreras, y el agua depositada saltando peñas, cuelebreando, arremolinándose, se descuelga y corre a la llanura, donde se esparcía sosegada y bella. Tal idea me dieron desde la altura las calles de San Miguel, y sus corrientes de casas, saltando, escurriéndose, como descolgándose y extendiéndose después a la hermosa plaza, y viéndose en último término el paseo del Chorro, donde es fama que el señor Cura Hidalgo tenía sus conversaciones con Allende, poniendo a cubierto con el ruido de las aguas aun sus involuntarias distracciones.

  "A la salida de San Miguel tuvimos los únicos trabajos serios de nuestro camino. El río de Atotonilco estaba crecidísimo; sus aguas barrosas y llenas de fauna amenazante, del vado menos inseguro, solo podían dar razón unos prácticos, recostados indolentemente y medio desnudos; prácticos que pedían las perlas de la virgen, para guiar sus coches, endilgar sus ruedas, gobernar sus mulas y sacarlo a uno sano y salvo, de lo otro lado del río.

  El espanto de las señoras, los lloros de los niños, los aprestos y baladronadas de mozos y cocheros, los rezos de kirieleisón, formaban conjunto imponente. Con verdadera cortesía diplomática, Payno y yo nos acercamos a los prácticos, adhiriéndose el señor esparza. Don Viviano se aisló en profunda reserva. Lanzóse el primer coche a la corriente, después de desalojar a las criadas de la hamaca, y trepándose los criados al techo del coche.

  Apenas entraron las mulas, desaparecieron, saliendo a flor de agua con ansias de ahogado; la corriente sesgaba coche y mulas, señoras y niños se agolpaban a las portezuelas, pidiendo socorro; los cocheros revoleaban sus látigos, dando gritos desaforados, y los prácticos, destrísimos, pegados a las ruedas unos con las riendas de las mulas, otros y zambulléndose para tantear el vado lograron al fin el paso entre vivas y gritos de contento. Este era el coche de don Marquitos, y así pasó mi coche. Pero don Viviano no quiso someterse a la tiranía de los prácticos, confiando en sus excelentes criados y en su buen avío.

  "Precipitose su coche a las aguas. Los prácticos permanecieron inactivos y burlones a la orilla del río, la travesía se hizo peligrosísima, las mulas se ahogaban, el coche ladeado estaba al sumergirse: en todos los semblantes se pintaba el terror por la evidencia de la catástrofe don Viviano gritó a los prácticos, desde el medio del río.

Uno se presentó.

¿Cuánto quieres? El doble que los otros. ¿Por qué? Porque no nos hizo caso, y hora es más trabajosa la salida. No doy ese dinero. Pus ógense.

  Y no hubo remedio: los prácticos pidieron lo que quisieron y se lo hicieron pagar en medio del río, el coche se salvó. Don Viviano quería verse con los prácticos en tierra: pero ellos desde las aguas, hicieron sus saludos, dejando con el alma ardiendo al grave magistrado de Zacatecas.

  "En el Refugio, que era la última jornada, para llegar a nuestro destino, los que regresaban a sus hogares se compusieron y aprestaron sus vestidos de gala y sus novedades de la corte. A la vez se pasaron revista a los juguetes, obsequios y agasajos que llevaban a amigos y parientes". (1)

  El mismo autor, Guillermo Pireto, nos ofrece una descripción de la Casa de las Diligencias que había en Querétaro dentro de otra de sus publicaciones; y dice:

  "La casa de diligencias de Querétaro, está situada en la esquina de una de las calles de S. Antonio, y la triste calle de los Locutorios. Su fachada es agradable; pero no llama de una manera particular la atención: la estrechez de la calle á que dá la puerta principal, hace siempre riesgosa la entrada del carruaje al patio, de donde proviene que muchas veces los viajeros desciendan á la entrada, lo cual aunque mucho más cómico para el público, no siempre es conforme al gusto y conveniencia de los pasajeros.

  El interior de la casa lo forma un pequeño patio cuadrado en donde en seis dobleces caben las dos diligencias estorbándolo todo. El alojamiento de los viajeros es amplio, cómodo y decente. Compónese de varios cuartos separados y de una especie de dormitorio, notable todo, por su propiedad y limpieza. El comedor es alegre y puede contener cómodamente veinticinco personas con holgura" (2).


Fuente:

1.- Prieto, Guillermo. Memorias de mis tiempos. Editorial Porrúa. México, 2004. pp. 274-278

2.- Prieto, Guillermo. Viajes por orden suprema, Imprenta de Vicente García Torres, México, 1857 pp. 85-86

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